Llegó el momento de dignificar la profesión docente

 

Alejandro Álvarez Gallego
Rector
Universidad Pedagógica Nacional


Columna publicadaSeptiembre 17 de 2022

 

Llegó el momento de dignificar la profesión docente

Dignificar la profesión docente pasa por reconocer la autonomía intelectual que deben tener para decidir sobre lo que hacen. Durante décadas, desde mediados del siglo XIX, las y los docentes se formaban en las Escuelas Normales, sin alcanzar el título universitario. Sólo hasta los años cincuenta del siglo pasado se les comenzó a otorgar el título de licenciadas y licenciados.

La Ley 115 de 1994 le exigió a las Escuelas Normales que extendieran dos años más la formación, para entregar el título de Normalistas Superiores. Veintiocho años después, las y los estudiantes que se gradúan en dichas instituciones están esperando que se les reconozca el título del nivel superior, que en realidad tienen, pues, estudian dos años en la post-secundaria. Por otra parte, tampoco han conseguido que las universidades que ofrecen licenciaturas les aprueben esos dos años para obtener el título que les daría, en estricto sentido, el carácter de profesionales; salvo la homologación de algunas materias, mediadas por un convenio que ha terminado burocratizando el proceso. Hay que tener en cuenta que casi 29.000, es decir, el 9%, del cuerpo docente son normalistas.

Colombia tiene uno de los sistemas de formación inicial docente más desarticulado de América Latina. Con el modelo de regulación que el Ministerio de Educación decidió asumir para orientar sus políticas, se ha limitado a definir los indicadores que deben cumplir las Normales Superiores y las licenciaturas, para otorgarles las mal llamadas acreditaciones de calidad. Para las Normales se han expedido tres decretos: 3012 de 1997, 4780 de 2008 y 1236 de 2020, sin que se logre en ellos reconocer su carácter de educación superior, quizás por el temor a que alcancen la autonomía propia de las universidades, esto es, su mayoría de edad.

Para los programas de licenciaturas, se han venido expidiendo decretos y resoluciones (272 de 1998, 2450 de 2015, 2041 de 2016, 1288 de 2018 y la resolución 18583 de 2017), más o menos fallidas, que sólo han perseguido restringir la autonomía universitaria, so pretexto de que son los programas de más baja calidad entre las carreras profesionales.

Este afán regulatorio sigue casi al pie de la letra las orientaciones que ha dado la OCDE, según las cuales el factor determinante para garantizar la calidad de la educación es el docente. En Colombia esta política se tradujo en un documento que la Fundación Compartir difundió profusamente llamado: “Tras la excelencia docente” (2014). Este documento silenció las buenas intenciones de los lineamientos de política que el Ministerio había entregado en el 2012, cuando creo el Sistema Colombiano de Formación de Educadores, una política llena de buenas intenciones, en la que se quiso articular la formación inicial (Normales y licenciaturas), la formación continuada y la formación posgradual. Dichos lineamientos de política no sirvieron para nada, pues a renglón seguido el mismo Ministerio se dedicó simplemente a expedir decretos regulatorios.

En una dirección contraria a lo que se había propuesto, el documento de Compartir se convirtió en la nueva política gubernamental, mostrando, con sofisticadas fórmulas estadísticas, que la variable docente era la que más incidía en los malos resultados de las pruebas nacionales e internacionales, las cuales miden la cantidad de aprendizaje que se produce en la escuela. Desde entonces, las políticas vienen insistiendo en tres estrategias que resolverían el problema: seleccionar a los mejores bachilleres para que ingresen a la carrera docente, intervenir las Normales y las Licenciaturas para mejorar la formación inicial, y ofrecer capacitación a partir de la identificación de las áreas más débiles en las pruebas estandarizadas de aprendizaje.

Este enfoque comete una profunda injusticia con la labor docente y desvía la atención sobre los verdaderos problemas que afectan la educación de calidad, como la prefiere llamar el actual ministro de educación, Alejandro Gaviria. Si hemos entendido bien, la educación de calidad depende de muchos factores a intervenir de manera estructural: infraestructura, conectividad a internet, transporte y alimentación escolar, jornadas únicas, complementarias y extendidas, educación inicial (tres grados de preescolar), articulación entre la educación media y la superior y la dignificación de la profesión del maestro.

De manera que la cuestión docente no es el problema, es más bien una deuda que se tiene con esta profesión. Una de esas deudas es la creación de un escalafón único que ponga dicha cuestión en el horizonte político de una nación justa y equitativa. Las y los educadores no están bien remunerados, si se mira el altísimo nivel de responsabilidad que tienen y sobre todo lo que se espera de ellas y ellos; en promedio ganan 5`700.000 pesos, aunque en realidad la mayoría está entre 2`500,000 y 4`000.000. Muchos, tampoco tienen estabilidad laboral. En un estudio del Banco de la República de 2018, llamado ¿Quiénes son los docentes en Colombia? se encontró que el 17,8 %, de las y los maestros no están nombrados en propiedad, siendo mucho más alto en la ruralidad (36 %).

Ya es hora de cambiar la manera como nos relacionamos con nuestros maestros y maestras. De una vez por todas debemos reconocer su autonomía intelectual, pues en realidad están bien preparados (41.1% tienen posgrados), para que puedan desplegar su saber, su iniciativa y su creatividad, en entornos escolares seguros, bien dotados, que les garanticen a los estudiantes condiciones socioeconómicas y emocionales para dedicarse al estudio, enriquecidos con una oferta cultural que muchas veces las familias no pueden ofrecerles. Esta sería la condición para poder hablar del derecho a la educación.

Es cierto que hay problemas en la forma como las y los educadores asumen sus tareas pedagógicas, por eso, ya es hora también de pensar en un verdadero programa integrado de formación que reconozca el estatuto de educación superior de las Escuelas Normales, que las vincule orgánicamente a las licenciaturas, que se ofrezca educación continuada por parte del Estado, que se estructure una oferta de posgrados que atienda de manera pertinente las necesidades pedagógicas de la escuela.

La Universidad Pedagógica Nacional es, según la Ley 30 de 1992 (artículo 136), la asesora del Ministerio en materia de formación de maestras y maestros. Estamos a disposición del Ministerio para trabajar con las Normales y las Facultades de Educación del país, en la estructuración de este programa que contribuya por fin a la dignificación docente. Si los reconocemos como intelectuales y no como variable de una ecuación económica, y los liberamos de la responsabilidad por la mala calidad de la educación, entonces podremos contar con ellos para trabajar en la educación de calidad que este gobierno se propone conseguir.